Cuando la pena vale



Desandando una noche por el Vedado y con algunos tímidos pesos convertibles temblándome en la cartera, decidí invitar a mi pareja a compartir un rato en La Casona, un restaurante ubicado en la calle 17 entre M y N en el Vedado. Tal decisión, a despecho de mermar aún más nuestra quebrantada economía, nos propició una placentera ronda gastronómica y la oportunidad de disfrutar las interpretaciones del cuarteto musical Los Cónsules.

Fue tan grata la impresión que nos causó este grupo de cuatro jóvenes músicos que, tan pronto se presentó la oportunidad, esa misma noche hicimos contacto con su director y fundador Onil Piedra.

Onil, quien además de cantante se desempeña como guitarrista y pianista, es del tipo de persona extremadamente extrovertidaque en un abrir y cerrar de ojos pueden ponerte al tanto de un sinnúmero de detalles sobre lo que hacen, hicieron y quieren hacer.

“Aquí trabajamos prácticamente por la propina, el sueldo es un eufemismo”. Tal fue su primera expresión dicha a bocajarro y a manera de tarjeta de presentación, para después descolgarse hasta una idea regente: “Tanto mis compañeros como yo, amamos hacer música, y por ello aceptamos consecuencias y riesgos”.

Supimos que su real oficio es el de restaurador de obras de arte, que alterna con su vocación para la música. “La llevo en la sangre, es un gen que heredé de mi padre. Nací entre partituras y notas musicales, lo cual no quiere decir que sean razones para que me crea un músico extraordinario, sino simplemente un músico de cuerpo y alma”.

En un tono casi confidencial y un tanto excusable nos expuso que en sus inicios incursionó en el rock. “Independientemente de que es un género que me apasiona, debo confesar que dentro de él tuve poco éxito para no decir que ninguno, además de dejarme influir por los prejuicios que sobre los roqueros y el rock existían entonces con más fuerza que en la actualidad”.

Sin explicarnos cómo y por qué se trasladó a la Isla de la Juventud, Onil nos narró sus experiencias como integrante de un trío musical llamado Los Escualos, el cual amenizaba las noches en diferentes centros recreativos de Nueva Gerona. “Tal parece que estoy destinado a cantarle a comelones y bebedores”. Después de reírse de su propia ocurrencia, sentencia: “Pero independiente del ambiente y el lugar me hago la idea que estoy en la Scala de Milán”.

Pese a su optimismo manifiesto y la proyección de seguridad en sí mismo, Onil nos reveló que el camino que se propuso no ha sido, ni es nada fácil. “Es una carrera de resistencia, de soportar circunstancias nada confortables hasta el extremo de hacernos pensar si vale la pena continuar, pero si nos caemos diez veces, diez veces tenemos que levantarnos”.

Tal vez esa fe en algo providencial, pero a la vez concretamente humano, fue la que le hizo integrarse al coro de la Iglesia de la Caridad, y más tarde al de la Iglesia de Nuestra Señora de Monserrate, ambas ubicadas en Centro Habana. En esta última realizó modernos arreglos para la música coral, a la vez que dirige un grupo de niños cantantes. “Por esostrabajos ni siquiera percibimos propinas, y chanza aparte, tampoco las deseamos”.

Peldaño a peldaño conformó su propio conjunto, el actual cuarteto Los Cónsules, con el cual noche tras noche interpreta en La Casona un repertorio de música tradicional cubana. “Es la ideal para este tipo de sitio y ambiente”, nos dice. “Aunque no la menosprecio, no es exactamente lo que he soñado, es un peldaño más. Tengo en mente otros proyectos diametralmente opuestos a lo que hacemos ahora. Pretendemos llegar a una proyección musical más acorde a nuestro tiempo, ya estamos trabajando en ello y estamos confiados en que lo conseguiremos”.

Otro integrante del cuarteto se acercó a nuestra mesa para advertirle a Onil que era hora de comenzar la última tanda. Se despide con una sonrisa y con la promesa de que continuaremos en contacto. Sumidos aún en la atmósfera de franca comunicabilidad que dejó el joven músico, casi no percibimos la presencia del camarero que muy solemnemente colocó sobre la mesa una bandejita en la cual una servilleta púrpura mal escondía un papelito: la cuenta.

Satisfechos por la velada, pero sin los tímidos pesos convertibles con los que entramos, salimos del establecimiento con la firme y mutua idea de que no fue una noche en balde. Valió la pena.

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