Entre la montaña y el secreto…Henry de Armas
9 de septiembre de 2013
Antes cuando alguien tenía un secreto que no quería compartir, subía a una montaña, buscaba un árbol y hacía un agujero en él, luego susurraba el secreto en el agujero, después lo tapaba con barro, y de ese modo, nadie podría descubrirlo nunca… hasta que se hizo el underground. ¿Puede ocultarse el talento? ¿Por qué existen todavía estructuras para atar? Las respuestas llegan vagamente.
Una vez escuché, entre montañas, un trovador bajo órdenes militares, era un secreto que nadie conocería, porque por alguna rara razón, lo más hermoso quedó disimulado ante la obligación.
Confieso que cuando escuché a Henry de Armas quedé muy asombrada. Después de la timidez con que realizó la dedicatoria del tema que estaba a punto de interpretar, de su guitarra brotaron acordes que hacían el perfecto engranaje con la voz, para el deleite del auditorio. No pude estar menos que emocionada, yo había viajado mucho para encontrar en la montaña, en una comunidad aislada como Baracoa, semejante talento en una peña con menos de cincuenta participantes.
Alguien me dijo que le conocían como “el médico que canta” o “el médico que toca” porque ejercía el arte de aliviar junto al del instrumento de cuerdas, y que todo lo que sabía lo había aprendido solo, por “casualidad”, “sacándole sonidito” a una olvidada guitarra que encontró en su casa y que usó para convertir las vibraciones de las cuerdas en canciones que su abuela entonaba. Muchos le oyeron decir que lo hacía de puro corazón porque nunca pidió nada más que aplausos y sonrisas. Al siguiente día lo encuentro por la calle vistiendo un uniforme militar, mi asombro no dejaba de crecer: trovador autodidacta, médico y oficial. Henry es el testimonio de lo increíble.
Pude conocer además, que aprendió a escribir música y componer sacando acordes de su guitarra por sí mismo; que nunca venció su timidez, ni al parecer su inocencia, pero que cantaba en cada escenario que podía, entre sus amigos, en la consulta, en peñas; que el principal tema de sus canciones es su ciudad Baracoa; que la mejor terapia para quien llega a su consulta es la música que le acompaña siempre; y que aunque muchas personas le hablaron agradecidas de su talento, nunca consiguió salir a estudiar en una escuela de arte. Ya compartió con otros trovadores, ya pasó las fronteras de su natal ciudad, pero sus alas tuvieron el temor de terminar como las de Ícaro.
Es necesario acaso que algunos sirvan a la comunidad, pero ¿puede significar comunidad: aislamiento, incomunicación, falsa conciencia del mundo? No puedo dejar de preguntarme si lo que vive es su sueño, si su compromiso de servir a la guerra o a la defensa de la patria, como se quiera, es superior que el de servir al arte, o lo que compensa lo que nos falta para el paraíso perdido, como se quiera; si sabe acaso lo que su uniforme significa más allá de la disciplina. De alguna forma, la gente de Baracoa sabe la respuesta, patente cuando se pasman como yo al verle todo de verde, cuando piden que cante en la consulta y cuando lo invitan a cada actividad cultural o de otra índole, para regalar a los oídos su impresionante interpretación.
No sé si podemos decidir cómo cada quien invierte su talento ni quien lo descubre, ni quien lo necesita, ni quien lo legitima, pero podemos preguntarnos qué valor tiene el compromiso del artista con su público, con su tiempo, con todo los espacios posibles. Habrá que abrir muchos huecos llenos de barro y hacer susurrar a muchos árboles, llegar a las comunidades y hacer las desigualdades más visibles.
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9 de septiembre de 2013
Antes cuando alguien tenía un secreto que no quería compartir, subía a una montaña, buscaba un árbol y hacía un agujero en él, luego susurraba el secreto en el agujero, después lo tapaba con barro, y de ese modo, nadie podría descubrirlo nunca… hasta que se hizo el underground. ¿Puede ocultarse el talento? ¿Por qué existen todavía estructuras para atar? Las respuestas llegan vagamente.
Una vez escuché, entre montañas, un trovador bajo órdenes militares, era un secreto que nadie conocería, porque por alguna rara razón, lo más hermoso quedó disimulado ante la obligación.
Confieso que cuando escuché a Henry de Armas quedé muy asombrada. Después de la timidez con que realizó la dedicatoria del tema que estaba a punto de interpretar, de su guitarra brotaron acordes que hacían el perfecto engranaje con la voz, para el deleite del auditorio. No pude estar menos que emocionada, yo había viajado mucho para encontrar en la montaña, en una comunidad aislada como Baracoa, semejante talento en una peña con menos de cincuenta participantes.
Alguien me dijo que le conocían como “el médico que canta” o “el médico que toca” porque ejercía el arte de aliviar junto al del instrumento de cuerdas, y que todo lo que sabía lo había aprendido solo, por “casualidad”, “sacándole sonidito” a una olvidada guitarra que encontró en su casa y que usó para convertir las vibraciones de las cuerdas en canciones que su abuela entonaba. Muchos le oyeron decir que lo hacía de puro corazón porque nunca pidió nada más que aplausos y sonrisas. Al siguiente día lo encuentro por la calle vistiendo un uniforme militar, mi asombro no dejaba de crecer: trovador autodidacta, médico y oficial. Henry es el testimonio de lo increíble.
Pude conocer además, que aprendió a escribir música y componer sacando acordes de su guitarra por sí mismo; que nunca venció su timidez, ni al parecer su inocencia, pero que cantaba en cada escenario que podía, entre sus amigos, en la consulta, en peñas; que el principal tema de sus canciones es su ciudad Baracoa; que la mejor terapia para quien llega a su consulta es la música que le acompaña siempre; y que aunque muchas personas le hablaron agradecidas de su talento, nunca consiguió salir a estudiar en una escuela de arte. Ya compartió con otros trovadores, ya pasó las fronteras de su natal ciudad, pero sus alas tuvieron el temor de terminar como las de Ícaro.
Es necesario acaso que algunos sirvan a la comunidad, pero ¿puede significar comunidad: aislamiento, incomunicación, falsa conciencia del mundo? No puedo dejar de preguntarme si lo que vive es su sueño, si su compromiso de servir a la guerra o a la defensa de la patria, como se quiera, es superior que el de servir al arte, o lo que compensa lo que nos falta para el paraíso perdido, como se quiera; si sabe acaso lo que su uniforme significa más allá de la disciplina. De alguna forma, la gente de Baracoa sabe la respuesta, patente cuando se pasman como yo al verle todo de verde, cuando piden que cante en la consulta y cuando lo invitan a cada actividad cultural o de otra índole, para regalar a los oídos su impresionante interpretación.
No sé si podemos decidir cómo cada quien invierte su talento ni quien lo descubre, ni quien lo necesita, ni quien lo legitima, pero podemos preguntarnos qué valor tiene el compromiso del artista con su público, con su tiempo, con todo los espacios posibles. Habrá que abrir muchos huecos llenos de barro y hacer susurrar a muchos árboles, llegar a las comunidades y hacer las desigualdades más visibles.
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