Eduardo Peláez, de Ciego de Ávila a La Habana



Eduardo Peláez Riverón es uno de los trovadores andariegos que trotan La Habana sin ninguna ayuda, sin ninguna estabilidad y por lo que dé la mocha, como se dice una frase popular.

Nació en Ciego de Ávila el 18 de febrero de 1961, en los días en que se esperaba una invasión a Cuba y que eran tiempos de inestabilidad. “La inestabilidad siempre me ha perseguido –dice el cantor avileño- desde que nací. Mi madre me cuenta que aquellos días eran inseguros, muy tensos. Ya en abril llegó la invasión y pa’ que contarte, mi madre me dijo que aquello fueron tiempos de crisis”. Pero las crisis nunca han terminado para Eduardo, después vino la Crisis de Octubre de 1962, en la que Cuba estuvo al borde de una guerra de dimensiones incalculables. “Pero mi madre seguía cargando conmigo en las buenas y en las malas, en las verdes y en las maduras. Siempre decía: ya llegarán tiempos mejores”.

Cuando joven, Eduardito buscó un refugio en la guitarra que le regaló un pariente y fue aprendiendo con amigos y con ese método tan socorrido de Hilarión Eslava. “Me iba a las descargas de amigos, cuando aquello estaba de moda la música pop, especialmente venida de España y mis amigos se montaron en esa moda de las baladas pop. Cuando aquello las canciones y la música proveniente del habla en inglés eran mal mirada, aunque nosotros con nuestra rebeldía underground tocábamos lo que nos gustaba, lo que estaba en la corriente de la juventud. Llevábamos nuestros discos de Los Beatles ‘camuflajeados’ con otra carátula para burlar la vigilancia. Eran tiempos de mucho sexo juvenil, eso también nos entretenía, era como un sustituto del placer”.

En 1994 cuando estaba más fuerte el llamado Período Especial en Cuba, Eduardo se lanza hacia la capital para “salvarse en tablitas” de la escasez. “Llegué a La Habana y sabía que el horno no estaba para galleticas, casi todo el día sin luz eléctrica, una intensa penuria. Yo creo que mucha gente se alimentaba con los bailes de salsa que estaban a la orden del día, especialmente la raza negra llenaba esos lugares para vaciarse, para lanzar allí su ansiedad, su desgracia. Algún día habrá que hacer la historia de lo que representó la música en Cuba en tiempos difíciles”.

El avileño buscaba en La Habana mesa y cama, se alimentaba con el olor de algunas comidas que raramente encontraba por ahí. “Trabajé en lo que fuera posible, a veces por la comida para sobrevivir. Pero nunca abandonaba mi guitarrita que siempre ha sido mi compañera inseparable. Todavía sigo atravesando crisis tras crisis, pero en el mundo hay tiempo para vivir y tiempo para morir, como dice la Biblia. Yo persisto, vivo y dejo vivir. Toco mis canciones, mis canciones trovadorescas, mis sones y guarachas. Así voy por la vida venciendo el día a día, como decimos los músicos luchadores”.

Y efectivamente, Eduardo sigue con su guitarrita como dice, viviendo el día a día, como otro músico desconocido para los circuitos comerciales, las instituciones y los medios de comunicación. Un músico underground, de la calle, que con su música busca no sólo llenar su alma, sino buscarse una paga extra para sobrevivir. Otro más de los muchos que pueblan los caminos cubanos desde que el mundo es mundo.

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