Aficionado o profesional, todos uno
17 de noviembre de 2014
Cuando aquella veraniega tarde lo aceptaron y lo contrataron como bajista y cantante en el seno de un grupo musical, José Augusto Ibáñez no acertó concebir cómo le podían pagar por algo que siempre para él había sido un divertimento.
En medio de su regocijo por el hecho, el autodidacta artista nacido y criado en el habanero barrio de Colón, experimentó un extraño desbalance de sus sentimientos y puntos de vista que lo obligó a preguntarse si sería posible seguir viviendo para la música y al mismo tiempo, comenzar a vivir de ella.
Tal vez fue la encrucijada, que de cierto modo han enfrentado noveles músicos quienes como José Augusto, han atravesado la invisible y controvertida línea que separa al aficionado del profesional, si con esta última acepción se califica a quien recibe beneficios económicos a cambio de una labor artística, idéntica a la que una página atrás realizaba dentro de la afición.
No se hace cómodo para quienes asumen tal decisión, dejar fuera una etapa de la vida en la cual la música es una alternativa placentera y libre de compromisos con la material subsistencia diaria para incorporarse de sopetón a un mundo donde el caudal artístico se canaliza a través de la disciplina laboral y de cierta complacencia con el competitivo mercado de ofertas y demandas.
Para algunos de estos jóvenes músicos, en la metamorfosis de la afición al profesionalismo no existen tintes de tragedia ni fracturas dolorosas, conciben el hecho como destino manifiesto para cuya materialización han trabajado con denuedo. Para otros no ha sido tanto así por el enraizado apego a la música alternativa. La transición en estos últimos se hace lenta y pesada, sobre todo si tal paso conlleva un giro de imagen y esencia.
Un viejo y sabio amigo me dio la idea exacta: Unos nacen para actuar y sentir, otros aunque actúen y sienten, también prefieren exhibir una imagen que los diferencien como artistas.
Creemos a toda costa que quien exponga su arte convincentemente, con lentejuelas o no, tiene derecho a ocupar un lugar en la escena de todos. No se trata de poner en pugna la condición del aficionado con la del profesional, tan importante y bello es el estadio de crisálida como el de mariposa adulta. Cada cual es libre de optar por el sendero a seguir, máxime si se tiene en cuenta que tanto en una y otra fase, sueños y aspiraciones son tan comunes como las barreras que se les anteponen.
No puede existir diferencia alguna entre el médico que ama tanto su profesión como al canto, y el cantante profesional que un día también soñó ser médico. Más aún, si ambos deben enfrentar por igual a ese ciclón de desafueros e incomprensiones, de absurdos controles y falta de oportunidades sanas, de burocratismo viciado y aberrantes directrices, de solapadas y en algunos casos, vendidas preferencias personales que actualmente golpea a la escena musical cubana.
Más allá del aficionado y el profesional está el hombre que se debate en un contexto social, económico y político para sin prejuicio de lo colectivo, sustentar sus prerrogativas individuales. Desconsolador entonces es ver, entre muchos ejemplos, que se le nieguen o escamoten espacios al músico aficionado arguyendo reales o supuestos mensajes contestatarios en las letras de sus canciones, o que se le “perdone la vida” replegándolo a un cerrado coto donde no pueda “contaminar”. Igualmente desconsolador es el caso del profesional que emplantillado en empresas o agencias, está obligado a regirse por estricto código de ética, sencillo émulo de la Congregación del Santo Oficio, que determina lo pecaminoso o no de cada paso que dé. Pero lo paradójico es que tanto las directrices como el código son violados en sostenidas ocasiones por una élite establecida muy cercana a las jerarquías institucionales, las cuales parecen no ver ni oír nada hasta que el escándalo se hace público y entonces se pide a gritos aplicar curitas a diestra y siniestra.
La cultura de un pueblo, en general, y su música, en particular, no pueden engendrarse a través de decretos y ordenanzas. Cualquier estado con independencia de su línea ideológica, está en la obligación de potenciar y salvaguardar lo que un pueblo secularmente ha atesorado y no pretender bajo ningún concepto, de imponer su sello propio y proclamarse creador de una nueva cultura, de un nuevo arte, especialmente si con ello se margina o se envía al ostracismo a figuras y géneros que fueron o son sus componentes históricos. En ese sentido, la historia de la Humanidad está plagada de fallidos intentos.
El arte, en cualquiera de sus manifestaciones plástica, lingüística o sonora, nació libre para bien de todos nosotros, seamos aficionados o profesionales, o mortales receptores del disfrute que nos proporciona.
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17 de noviembre de 2014
Cuando aquella veraniega tarde lo aceptaron y lo contrataron como bajista y cantante en el seno de un grupo musical, José Augusto Ibáñez no acertó concebir cómo le podían pagar por algo que siempre para él había sido un divertimento.
En medio de su regocijo por el hecho, el autodidacta artista nacido y criado en el habanero barrio de Colón, experimentó un extraño desbalance de sus sentimientos y puntos de vista que lo obligó a preguntarse si sería posible seguir viviendo para la música y al mismo tiempo, comenzar a vivir de ella.
Tal vez fue la encrucijada, que de cierto modo han enfrentado noveles músicos quienes como José Augusto, han atravesado la invisible y controvertida línea que separa al aficionado del profesional, si con esta última acepción se califica a quien recibe beneficios económicos a cambio de una labor artística, idéntica a la que una página atrás realizaba dentro de la afición.
No se hace cómodo para quienes asumen tal decisión, dejar fuera una etapa de la vida en la cual la música es una alternativa placentera y libre de compromisos con la material subsistencia diaria para incorporarse de sopetón a un mundo donde el caudal artístico se canaliza a través de la disciplina laboral y de cierta complacencia con el competitivo mercado de ofertas y demandas.
Para algunos de estos jóvenes músicos, en la metamorfosis de la afición al profesionalismo no existen tintes de tragedia ni fracturas dolorosas, conciben el hecho como destino manifiesto para cuya materialización han trabajado con denuedo. Para otros no ha sido tanto así por el enraizado apego a la música alternativa. La transición en estos últimos se hace lenta y pesada, sobre todo si tal paso conlleva un giro de imagen y esencia.
Un viejo y sabio amigo me dio la idea exacta: Unos nacen para actuar y sentir, otros aunque actúen y sienten, también prefieren exhibir una imagen que los diferencien como artistas.
Creemos a toda costa que quien exponga su arte convincentemente, con lentejuelas o no, tiene derecho a ocupar un lugar en la escena de todos. No se trata de poner en pugna la condición del aficionado con la del profesional, tan importante y bello es el estadio de crisálida como el de mariposa adulta. Cada cual es libre de optar por el sendero a seguir, máxime si se tiene en cuenta que tanto en una y otra fase, sueños y aspiraciones son tan comunes como las barreras que se les anteponen.
No puede existir diferencia alguna entre el médico que ama tanto su profesión como al canto, y el cantante profesional que un día también soñó ser médico. Más aún, si ambos deben enfrentar por igual a ese ciclón de desafueros e incomprensiones, de absurdos controles y falta de oportunidades sanas, de burocratismo viciado y aberrantes directrices, de solapadas y en algunos casos, vendidas preferencias personales que actualmente golpea a la escena musical cubana.
Más allá del aficionado y el profesional está el hombre que se debate en un contexto social, económico y político para sin prejuicio de lo colectivo, sustentar sus prerrogativas individuales. Desconsolador entonces es ver, entre muchos ejemplos, que se le nieguen o escamoten espacios al músico aficionado arguyendo reales o supuestos mensajes contestatarios en las letras de sus canciones, o que se le “perdone la vida” replegándolo a un cerrado coto donde no pueda “contaminar”. Igualmente desconsolador es el caso del profesional que emplantillado en empresas o agencias, está obligado a regirse por estricto código de ética, sencillo émulo de la Congregación del Santo Oficio, que determina lo pecaminoso o no de cada paso que dé. Pero lo paradójico es que tanto las directrices como el código son violados en sostenidas ocasiones por una élite establecida muy cercana a las jerarquías institucionales, las cuales parecen no ver ni oír nada hasta que el escándalo se hace público y entonces se pide a gritos aplicar curitas a diestra y siniestra.
La cultura de un pueblo, en general, y su música, en particular, no pueden engendrarse a través de decretos y ordenanzas. Cualquier estado con independencia de su línea ideológica, está en la obligación de potenciar y salvaguardar lo que un pueblo secularmente ha atesorado y no pretender bajo ningún concepto, de imponer su sello propio y proclamarse creador de una nueva cultura, de un nuevo arte, especialmente si con ello se margina o se envía al ostracismo a figuras y géneros que fueron o son sus componentes históricos. En ese sentido, la historia de la Humanidad está plagada de fallidos intentos.
El arte, en cualquiera de sus manifestaciones plástica, lingüística o sonora, nació libre para bien de todos nosotros, seamos aficionados o profesionales, o mortales receptores del disfrute que nos proporciona.
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