Dos historias de amor
15 de diciembre de 2014
No sé, amigo lector, si Usted como yo ha experimentado esa extraña dicotomía que se produce cuando en ocasiones deambulamos por el entorno diario y miramos sin ver, y oímos sin escuchar. Es tal como si vista y oído se rotularan en un todo nada inmutable.
Cuántas veces hemos cruzado por frente a un edificio a punto de desplomarse y en el cual un buen día descubrimos una vetusta verja –hermosa obra de orfebrería– que se ha mantenido lejos de nuestra percepción hasta entonces, o cuando oímos a la vecina de los altos cantar una canción de moda que sin reconocerle sus magníficos valores musicales, sólo agradecemos que no nos moleste.
Tales reflexiones se desprenden a propósito de que recientemente mi pareja y yo decidimos hacer una incursión al malecón habanero, sitio que pese a estar a cinco cuadras de nuestra residencia, no visitábamos desde los años de noviazgo. En ese entonces concurríamos acompañados de una destartalada guitarra, con la cual este aprendiz de todo y maestro de nada pretendía a fuerza de arañazos y aterradores desgarramientos guturales, ablandar aún más el corazón de la amada.
Esta vez, con la afortunada ausencia de la guitarra, llegamos justo antes de la hora del crepúsculo. Es la misma sinuosa barrera de concreto que corre a lo largo del litoral habanero, pero más que una inanimada mole arquitectónica nos pareció un aterciopelado cofre de recuerdos mutuos. Cuando más nostálgicos evocábamos aquellos momentos, muy cerca de nosotros se sentaron una señora y una joven que por parecido físico parecían ser madre e hija.
No pudimos percatarnos en el momento exacto en que la muchacha comenzó a cantar. Por el tono grave de su registro más bien parecía que servía de fondo a nuestra conversación. Una veces sentada y recostada al hombro de la posible madre, otras de pie frente a ella y mirando hacia el horizonte, no cesaba de entonar melodías. Eso despertó nuestro interés y comenzamos a prestarle atención. La idea de que eran cazadoras de turistas desapareció de nuestras mentes.
Mi esposa no se contuvo: “Disculpen la intromisión, pero déjame decirte que cantas muy bien”. Madre e hija sonrieron. La muchacha dio las gracias, pero la madre abundó: “Lo hace desde niña, es algo que está en su sangre, que lleva adentro”.
Por el don del cubano de establecer una comunicación rápida y directa, supimos que la joven se llama Laura (el apellido se lo tragó un golpe de brisa) y que funge como directora de un quinteto de músicos aficionados. “Nos hacemos llamar los New Light y nos bandeamos entre las líneas de Los Zafiros y Vocal Sampling”.
Me correspondió a mí hacer una pregunta cuya respuesta obviamente estaba totalmente implícita: ¿Tienen ya reconocimiento? “Para nada, fuera de dos o tres presentaciones en peñas y en algún que otro concierto colectivo, cantamos para familiares y amigos, ellos son nuestros mejores impulsadores. De todas formas estamos comenzando y es natural de que así sea”.
Reitero, no existe peor pregunta que la que no se hace, por eso me atreví hacer una con respuesta incluida: ¿Por supuesto que nada de discos? “Efectivamente, pero ya vendrán”.
Eso me hace pensar que estás llena de proyectos para el futuro, ¿no es así? “Más que pensar en el futuro, pienso en el presente. En el futuro se recoge, pero el presente es más importante porque es donde se siembra ese futuro”.
¿Te consideras una artista underground? “Me considero una artista que quiero dar lo mejor de mí en cualquier etapa. No resisto las ataduras, los facilismos y las normas establecidas, y si eso se llama ser underground, bienvenido será toda la vida”.
Mi esposa tomó la palabra: ¿Dificultades, tropiezos, falta de promoción? “Dificultades y tropiezos, las que no podamos saldar. Falta de promoción la que no sabremos buscar. Tanto para la música como para otras disciplinas se nace con talento, canalizarlo o no es algo que debemos aprender en la vida”.
Perplejo y atrevido por la reflexión de aquella joven de apenas veinte años me atreví a preguntar: ¿Es tuyo ese último concepto? “Claro que no. Es de alguien que ya no está entre nosotros –y mirando hacia el norteño horizonte repone– por eso frecuentemente venimos aquí a cantarle, a cantarle con todo el amor”.
En aquel momento una ola nos salpicó fuerte, pero apuesto a decir que la gota que comenzó a surcar la mejilla de aquella muchacha no era precisamente agua marina.
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15 de diciembre de 2014
No sé, amigo lector, si Usted como yo ha experimentado esa extraña dicotomía que se produce cuando en ocasiones deambulamos por el entorno diario y miramos sin ver, y oímos sin escuchar. Es tal como si vista y oído se rotularan en un todo nada inmutable.
Cuántas veces hemos cruzado por frente a un edificio a punto de desplomarse y en el cual un buen día descubrimos una vetusta verja –hermosa obra de orfebrería– que se ha mantenido lejos de nuestra percepción hasta entonces, o cuando oímos a la vecina de los altos cantar una canción de moda que sin reconocerle sus magníficos valores musicales, sólo agradecemos que no nos moleste.
Tales reflexiones se desprenden a propósito de que recientemente mi pareja y yo decidimos hacer una incursión al malecón habanero, sitio que pese a estar a cinco cuadras de nuestra residencia, no visitábamos desde los años de noviazgo. En ese entonces concurríamos acompañados de una destartalada guitarra, con la cual este aprendiz de todo y maestro de nada pretendía a fuerza de arañazos y aterradores desgarramientos guturales, ablandar aún más el corazón de la amada.
Esta vez, con la afortunada ausencia de la guitarra, llegamos justo antes de la hora del crepúsculo. Es la misma sinuosa barrera de concreto que corre a lo largo del litoral habanero, pero más que una inanimada mole arquitectónica nos pareció un aterciopelado cofre de recuerdos mutuos. Cuando más nostálgicos evocábamos aquellos momentos, muy cerca de nosotros se sentaron una señora y una joven que por parecido físico parecían ser madre e hija.
No pudimos percatarnos en el momento exacto en que la muchacha comenzó a cantar. Por el tono grave de su registro más bien parecía que servía de fondo a nuestra conversación. Una veces sentada y recostada al hombro de la posible madre, otras de pie frente a ella y mirando hacia el horizonte, no cesaba de entonar melodías. Eso despertó nuestro interés y comenzamos a prestarle atención. La idea de que eran cazadoras de turistas desapareció de nuestras mentes.
Mi esposa no se contuvo: “Disculpen la intromisión, pero déjame decirte que cantas muy bien”. Madre e hija sonrieron. La muchacha dio las gracias, pero la madre abundó: “Lo hace desde niña, es algo que está en su sangre, que lleva adentro”.
Por el don del cubano de establecer una comunicación rápida y directa, supimos que la joven se llama Laura (el apellido se lo tragó un golpe de brisa) y que funge como directora de un quinteto de músicos aficionados. “Nos hacemos llamar los New Light y nos bandeamos entre las líneas de Los Zafiros y Vocal Sampling”.
Me correspondió a mí hacer una pregunta cuya respuesta obviamente estaba totalmente implícita: ¿Tienen ya reconocimiento? “Para nada, fuera de dos o tres presentaciones en peñas y en algún que otro concierto colectivo, cantamos para familiares y amigos, ellos son nuestros mejores impulsadores. De todas formas estamos comenzando y es natural de que así sea”.
Reitero, no existe peor pregunta que la que no se hace, por eso me atreví hacer una con respuesta incluida: ¿Por supuesto que nada de discos? “Efectivamente, pero ya vendrán”.
Eso me hace pensar que estás llena de proyectos para el futuro, ¿no es así? “Más que pensar en el futuro, pienso en el presente. En el futuro se recoge, pero el presente es más importante porque es donde se siembra ese futuro”.
¿Te consideras una artista underground? “Me considero una artista que quiero dar lo mejor de mí en cualquier etapa. No resisto las ataduras, los facilismos y las normas establecidas, y si eso se llama ser underground, bienvenido será toda la vida”.
Mi esposa tomó la palabra: ¿Dificultades, tropiezos, falta de promoción? “Dificultades y tropiezos, las que no podamos saldar. Falta de promoción la que no sabremos buscar. Tanto para la música como para otras disciplinas se nace con talento, canalizarlo o no es algo que debemos aprender en la vida”.
Perplejo y atrevido por la reflexión de aquella joven de apenas veinte años me atreví a preguntar: ¿Es tuyo ese último concepto? “Claro que no. Es de alguien que ya no está entre nosotros –y mirando hacia el norteño horizonte repone– por eso frecuentemente venimos aquí a cantarle, a cantarle con todo el amor”.
En aquel momento una ola nos salpicó fuerte, pero apuesto a decir que la gota que comenzó a surcar la mejilla de aquella muchacha no era precisamente agua marina.
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