Tribus urbanas: la punta del iceberg



En los últimos tiempos y por diferentes razones e intereses, se ha escrito y debatido mucho acerca del llamado movimiento underground en Cuba. Esas deliberaciones que se salen de los círculos académicos para trascender desde las organizaciones oficiales hasta las calles, intentan presentar, en ocasiones, a los seguidores de esa tendencia artística como grupos aislados, no representativos de la mayoría de la juventud cubana, y se ha llegado a calificarlos de marginales, e incluso presentarlos como una especie de contagiados con alguna enfermedad psicológica, que los aparta del seno de las familias y de la sociedad.

Es cierto que esos jóvenes tienen como denominador común la dificultad para incorporarse conscientemente a los patrones que dicta la denominada o asumida sociedad “legítima”, pero en realidad no son más que el producto de un sistema que ha fallado a todas luces en la organización económica, las relaciones laborales y en la interacción social, y que tampoco ha sido capaz de brindar opciones viables y atractivas para todos.

Producto de ello, cada día suman más los adolescentes y jóvenes de cualquier raza, sexo y fe que no le hallan el menor sentido a integrarse al sector social legitimado, ni buscan ser asimilados por la sociedad y las instituciones, y se agrupan según sus propias preferencias, en alguna u otra corriente que se organizan en las conocidas como “tribus urbanas”.

Las “tribus” brindan nuevas y más aceptables formas de socialización, con valores y conceptos mucho más sencillos, los cuales les garantizan a sus miembros la aceptación y el reconocimiento que la sociedad no les da, como las de saber quiénes son y a qué pertenecen.

Por mucho que en la Isla se trate de ocultar esa verdad de Perogrullo, la tendencia se ha extendido con fuerza y amplitud fuera de las fronteras capitalinas para abarcar a todo el país y tienen en la cultura su manifestación principal porque usan a su conveniencia el potencial de socialización que ella les brinda.

Lo que antes se circunscribía a escasos y pequeños espacios, se ha extendido hasta los más recónditos barrios y en cuánto lugar público les brinde acceso o acogida, como conciertos, presentaciones, estadios, discotecas, escuelas, parques, calles.

Es difícil de reconocer por las instituciones oficiales, que mientras abogan por enfoques tradicionalistas de rescate de la cultura nacional y pregonan la unidad de los intelectuales y artistas, entre las más nuevas generaciones crece la oposición a la cultura dominante, y cientos y cientos de jóvenes que comparten idéntica afición por distintos géneros y estilos de la llamada música popular urbana, ya no se ocultan para demostrarlo.

En el contexto cubano se llegó en determinado momento al análisis de cómo combatir esas manifestaciones y se elaboraron políticas para acercar a los miembros de las “tribus” al redil institucional, intentos fallidos que no sobrevivieron a las realidades económico-sociales, que actuaron como detonador y multiplicador de esas actitudes.

De tal manera a los conocidos raperos, rastas, motoras, tecnos, roqueros (divididos en hardcores, heavies, punkies, siniestros y black metaleros), se sumaron emos, frikis, mikis y repas. Cada una de ellas muestra una variada gama de gustos, valores, actitudes, identidades y ritos.

Sin embargo, todas tienen en común la atracción por un tipo determinado de vestimentas y peinados, el vitalismo rebelde, la automarginación de la sociedad hegemónica y lo oficial, así como la proclamación de lo colectivo sobre lo individual.

Además, todos delimitan un territorio como elemento distintivo de su identidad, que les permite crear una frontera en la que el mundo se delimita, concibe y vive como dentro y fuera. No esconden su identidad, sino que la exhiben como bandera y signo de comunicación, como elemento de choque con la sociedad, y en estos momentos llegan a manifestaciones tales de protección de sus identidades que llegan a luchar por ellas, moviéndose a veces entre márgenes que rozan con la delincuencia común.

A diferencia de lo que sucede en otras partes del mundo, las “tribus cubanas” y sus símbolos de protesta no siempre tienen la intención de ir en contra de la obligación de la buena apariencia, como es el caso de los mikis y los repas, sino que por el contrario esas formas los identifican, pero sí mantienen otros comunes como tatuajes, dreadlocks y piercing.

La separación de las “tribus urbanas” del contexto del movimiento underground es inconcebible, sus miembros alimentan y dan vida a las manifestaciones artísticas que nutren a la existencia misma de la cultura hip hop, al rock y a otras muchas tendencias culturales en la Isla. Sus miembros son a la vez quienes las desarrollan y mantienen vivas.

Ellos son la punta del iceberg que guarda a miles de jóvenes, que a lo largo y ancho del país, de forma independiente, se rebelan contra los cánones establecidos y aportan mucho con valentía y talento a la cultura underground, que para el sistema parece no existir, pero late, convive y se afianza para ganar y consolidar el lugar que se merece.

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