De rap, prejuicios raciales y otros demonios (Parte II)
20 de julio de 2015
Ciento cincuenta años después que el Imperio Alemán le impusiera la Cruz del Águila Negra y le otorgara el titulo de Barón al extraordinario violinista negro y cubano Claudio José Domingo Brindis de Salas, actualmente en su tierra natal se arremolinan vestigios de un secular racismo, ahora llamado eufemísticamente: prejuicio racial.
A lo largo de la historia del hombre, el racismo más que una razón científica fundamentada, ha servido de argumento ideológico para que un grupo racial imponga la supuesta superioridad de sus valores sociales, económicos, culturales y religiosos sobre la voluntad de otro, al cual consideran inferior. Ningún rincón del mundo ha escapado a este distorsionado flagelo.
En Cuba, casi cuatro siglos de sistema esclavista en el cual miles y miles de negros africanos perdieron hasta su dignidad humana, en la mentalidad del hombre blanco, y más específicamente al perteneciente a las clases media y alta, quedó estereotipada la imagen del negro como compendio de vicios, vagancia, ignorancia, delincuencia. En resumen, la de un ser inferior.
No obstante, las autoridades coloniales y la oligarquía temiendo que luego de la abolición oficial de la esclavitud, negros y mestizos quedaran como un bloque monolítico que pusiese en riesgo la supremacía blanca, se encargaron de fomentar y alentar un sistema de categorías y sub-clases entre ellos. Se privilegiaron a comerciantes, artesanos y artistas. Músicos negros y mulatos libres organizaron orquestas y charangas muy aceptadas y apreciadas por las altas esferas sociales.
De este modo, la música comenzó a inscribirse como el principal aporte de los afro-descendientes a nuestra identidad y cultura nacionales. En las postrimerías del siglo XIX, violinistas de la talla internacional de José White y Brindis de Salas pasearon su arte por las principales capitales del mundo. En Matanzas, Miguel Faílde crea el danzón, derivado en nuestro baile nacional. A principios de la centuria pasada, un místico personaje negro, Nené Manfugás, introdujo el son en los carnavales de Santiago de Cuba, un ritmo que desde mucho atrás se bailaba y cantaba en los montes de Baracoa.
La rumba, en sus variantes urbana y rural puso de relieve la interrelación del arte con las desavenencias sociales y raciales que una gran masa de negros y blancos pobres enfrentaba en ciudadelas y barracones. Esta manifestación fue tan menospreciada y discriminada oficialmente como en cierto modo hoy día lo es el rap.
Pero este gran ajiaco aguardaba por otros ingredientes. El mestizo Israel “Cachao” López en los años treinta del siglo pasado puso sobre el tapete un nuevo género: el mambo, que otros dos mulatos: Dámaso Pérez Prado y Benny Moré, hicieron que buena parte del mundo bailara al compás de su ritmo. Veinte años después, otro gran aporte musical irrumpió en el pentagrama cubano, el chachachá, obra del mulato pinareño Enrique Jorrín. En resumen, que los cinco géneros musicales autóctonos cubanos por excelencia, provienen de la vertiente africana de nuestra nacionalidad. No podemos dejar fuera de esta honrosa relación a “La Guantanamera”, esa adictiva composición del mulato habanero Joseíto Fernández que se ha convertido en un himno internacional.
Los que temen a la propagación del rap y lo asocian con su arraigo preferencialmente entre jóvenes negros y mestizos que se concentran en las llamadas barriadas marginales, no se han detenido a pensar que lo mejor de la música popular cubana tuvo el mismo origen de clase y de raza, y que, de igual modo que esos ritmos musicales criollos inundaron al mundo e influyeron en géneros de otros países, nuestra juventud tiene el derecho de adoptar cualquier expresión musical por foránea que sea y adaptarla a sus gustos y preferencias.
El enanismo mental de algunos que manifiestan que su rechazo al rap no está dado en ningún tipo de prejuicio racial o de índole política, sino en la carencia cultural de éste y en la potencial marginalidad de sus cultores, no es otra cosa que reconocer que la entrecomillada cultura es patrimonio de algunos y que ser marginado es vivir del otro lado de las posibilidades reales que la sociedad debe ofrecer a todos por igual. ¿No es este un cierto modo de discriminación?.
La discriminación, los prejuicios y ver el fenómeno negro como un estereotipo, no se pueden eliminar por decretos, leyes o artículos constitucionales. Hay que indagar en el meollo de sus causas que realmente no está tan escondido. No basta con proclamar abultadas estadísticas de cuántos profesionales, científicos y dirigentes negros, sin descontar músicos y deportistas, son partes fundamentales y glorias de nuestra sociedad. Hay que trabajar en la mentalidad del que prejuzga y el prejuiciado para que algún día, al fin, podamos decir que todos somos iguales, aunque algunos sigan siendo más iguales que otros. Y los demonios se espanten. El rap cubano puede contribuir a ello como buena fuente de información.
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20 de julio de 2015
Ciento cincuenta años después que el Imperio Alemán le impusiera la Cruz del Águila Negra y le otorgara el titulo de Barón al extraordinario violinista negro y cubano Claudio José Domingo Brindis de Salas, actualmente en su tierra natal se arremolinan vestigios de un secular racismo, ahora llamado eufemísticamente: prejuicio racial.
A lo largo de la historia del hombre, el racismo más que una razón científica fundamentada, ha servido de argumento ideológico para que un grupo racial imponga la supuesta superioridad de sus valores sociales, económicos, culturales y religiosos sobre la voluntad de otro, al cual consideran inferior. Ningún rincón del mundo ha escapado a este distorsionado flagelo.
En Cuba, casi cuatro siglos de sistema esclavista en el cual miles y miles de negros africanos perdieron hasta su dignidad humana, en la mentalidad del hombre blanco, y más específicamente al perteneciente a las clases media y alta, quedó estereotipada la imagen del negro como compendio de vicios, vagancia, ignorancia, delincuencia. En resumen, la de un ser inferior.
No obstante, las autoridades coloniales y la oligarquía temiendo que luego de la abolición oficial de la esclavitud, negros y mestizos quedaran como un bloque monolítico que pusiese en riesgo la supremacía blanca, se encargaron de fomentar y alentar un sistema de categorías y sub-clases entre ellos. Se privilegiaron a comerciantes, artesanos y artistas. Músicos negros y mulatos libres organizaron orquestas y charangas muy aceptadas y apreciadas por las altas esferas sociales.
De este modo, la música comenzó a inscribirse como el principal aporte de los afro-descendientes a nuestra identidad y cultura nacionales. En las postrimerías del siglo XIX, violinistas de la talla internacional de José White y Brindis de Salas pasearon su arte por las principales capitales del mundo. En Matanzas, Miguel Faílde crea el danzón, derivado en nuestro baile nacional. A principios de la centuria pasada, un místico personaje negro, Nené Manfugás, introdujo el son en los carnavales de Santiago de Cuba, un ritmo que desde mucho atrás se bailaba y cantaba en los montes de Baracoa.
La rumba, en sus variantes urbana y rural puso de relieve la interrelación del arte con las desavenencias sociales y raciales que una gran masa de negros y blancos pobres enfrentaba en ciudadelas y barracones. Esta manifestación fue tan menospreciada y discriminada oficialmente como en cierto modo hoy día lo es el rap.
Pero este gran ajiaco aguardaba por otros ingredientes. El mestizo Israel “Cachao” López en los años treinta del siglo pasado puso sobre el tapete un nuevo género: el mambo, que otros dos mulatos: Dámaso Pérez Prado y Benny Moré, hicieron que buena parte del mundo bailara al compás de su ritmo. Veinte años después, otro gran aporte musical irrumpió en el pentagrama cubano, el chachachá, obra del mulato pinareño Enrique Jorrín. En resumen, que los cinco géneros musicales autóctonos cubanos por excelencia, provienen de la vertiente africana de nuestra nacionalidad. No podemos dejar fuera de esta honrosa relación a “La Guantanamera”, esa adictiva composición del mulato habanero Joseíto Fernández que se ha convertido en un himno internacional.
Los que temen a la propagación del rap y lo asocian con su arraigo preferencialmente entre jóvenes negros y mestizos que se concentran en las llamadas barriadas marginales, no se han detenido a pensar que lo mejor de la música popular cubana tuvo el mismo origen de clase y de raza, y que, de igual modo que esos ritmos musicales criollos inundaron al mundo e influyeron en géneros de otros países, nuestra juventud tiene el derecho de adoptar cualquier expresión musical por foránea que sea y adaptarla a sus gustos y preferencias.
El enanismo mental de algunos que manifiestan que su rechazo al rap no está dado en ningún tipo de prejuicio racial o de índole política, sino en la carencia cultural de éste y en la potencial marginalidad de sus cultores, no es otra cosa que reconocer que la entrecomillada cultura es patrimonio de algunos y que ser marginado es vivir del otro lado de las posibilidades reales que la sociedad debe ofrecer a todos por igual. ¿No es este un cierto modo de discriminación?.
La discriminación, los prejuicios y ver el fenómeno negro como un estereotipo, no se pueden eliminar por decretos, leyes o artículos constitucionales. Hay que indagar en el meollo de sus causas que realmente no está tan escondido. No basta con proclamar abultadas estadísticas de cuántos profesionales, científicos y dirigentes negros, sin descontar músicos y deportistas, son partes fundamentales y glorias de nuestra sociedad. Hay que trabajar en la mentalidad del que prejuzga y el prejuiciado para que algún día, al fin, podamos decir que todos somos iguales, aunque algunos sigan siendo más iguales que otros. Y los demonios se espanten. El rap cubano puede contribuir a ello como buena fuente de información.
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