Déjenme con el rap
20 de julio de 2015
“Digo lo que he traído del campo a la ciudad, el amor de un guajiro con la rabia de un rap.
Digo que afine oído quien quiera escuchar, que juntos y unidos haremos la verdad.
Digo porque lo digo, basta de engañar, quítenme el castigo, déjenme con el rap”.
Con un dejo nostálgico, Alain Fernández “El Guaja” nos recuerda sus años de infancia en un intrincado poblado pinareño, y la transculturación a la cual se vio sometido luego de su llegada a La Habana. “Ni siquiera poblado, era más bien un caserío de seis o siete casitas de paredes de madera y techos de zinc que rodeaban a la de mi abuelo, que era la única de ladrillos y tejas. Todos éramos familias, hijos e hijas de mis abuelos con sus respectivas parejas y con un montón de primos, de todos los tamaños y colores”.
“En ese lugar, no obstante a las mil y una privaciones materiales, pasé mis primeros años. En la ciudad existe un concepto equivocado del campo, se piensa que todos los guajiros viven en la Danza de los Millones. Mis tíos por salarios de miseria tienen que trabajar de sol a sol para otros campesinos dueños de tierra, que sí se embolsan las ganancias. Faltaba y falta lo más elemental: electricidad, agua corriente, asistencia médica cercana. Para ir a la escuela yo tenía que caminar cuatro kilómetros de ida y vuelta por un camino polvoriento.
Todas las noches yo iba a casa de mi abuelo para que después que el oyera su programa de música campesina y el noticiero, me permitiera oír la pelota y un poco de música en su radio de baterías. Ahí comenzó la afición por mis dos grandes pasiones. Comencé a soñar despierto con ser el mejor lanzador del equipo de Pinar del Río, y otras veces en que llegaría a cantar junto con Polo Montañéz.
Los domingos, la familia tenía por tradición reunirse en algo que mi abuelo llamaba pomposamente Guateque. Muchos de los hombres y hasta algunas mujeres, eran buenos repentistas. Mi abuelo, un canario de pura cepa, gozaba a plenitud con las improvisaciones que a veces servían para tirarse aguijonazos entre los miembros de la familia. Yo me deslumbraba por la capacidad con las cuales se encontraba la rima exacta.
Luego que terminé la primaria, fui becado en una secundaria en la zona de Guane. Poco antes de los exámenes finales del tercer año, mi padre, mulato habanero (lo trajo el Servicio Militar General, conoció a la vieja y se quedó catorce años) vino a verme para comunicarme la muerte de su madre y su decisión de regresar a la casa materna en la barriada de Pogolotti. Vendrían por mí terminado el curso.
Lo primero que experimenté en La Habana fue una terrible sensación de asfixia. Mi nueva casa era una antigua bodega remodelada, de paredes húmedas y de una ventilación casi nula, más que aire, solo entraba todo tipo de ruidos provenientes de las casas colindantes. Música, peleas de vecinos, incansables ladridos de perros, y la entrada y salida de los viejos amigos de mi padre. Pero algo en particular me fue envolviendo y atrayendo de una forma que al principio no me podía explicar. Era una rítmica extraña por su formato musical y por el contenido de lo que se planteaba en su letra. No sé por qué la asocié con lo que cantaban mis tíos, sobre todo en la manera de rimar a partir de la improvisación.
‘Eso se llama rap, mira que ustedes los guajiros siempre están atrás’, me explicó El Bolo, un negrito jaranero, que se hizo mi primer y mejor amigo de La Habana, después de la enredada a piñazos que nos dimos como tarjeta de presentación.
A la sombra de El Bolo me fui metiendo en el corazón del barrio, fui demostrándome que las diferencias entre el campo y la ciudad pueden ser sustanciales en las formas de vivir, pero no a la hora de plantearse las necesidades de la plenitud humana. Esto no lo pude entender a esa edad y sí ahora cuando por razones lógicas de estudios, mi capacidad de reflexionar me hace ver la vida, a los hombres, a la sociedad y a las leyes que la rigen, desde otra perspectiva.
El rap fue la plataforma base que mentalmente se fusionó con mis raíces campesinas para canalizar a través del canto mis deseos de contribuir a un mundo mejor, de salirnos de las verdades programadas y reencontrarnos con las auténticas.
Aunque ya no vivo en Pogolotti, lo sigo frecuentando. Allí me marcaron con el alias de El Guaja, del cual me siento orgulloso. Visito a El Bolo, de cuyos hijos soy padrino, y nos reunimos con viejos amigos cerca del parque cercano a la Avenida, para meter buena descarga. Ah, pero que quede bien claro, mi equipo de pelota sigue siendo Pinar del Río”.
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20 de julio de 2015
“Digo lo que he traído del campo a la ciudad, el amor de un guajiro con la rabia de un rap.
Digo que afine oído quien quiera escuchar, que juntos y unidos haremos la verdad.
Digo porque lo digo, basta de engañar, quítenme el castigo, déjenme con el rap”.
Con un dejo nostálgico, Alain Fernández “El Guaja” nos recuerda sus años de infancia en un intrincado poblado pinareño, y la transculturación a la cual se vio sometido luego de su llegada a La Habana. “Ni siquiera poblado, era más bien un caserío de seis o siete casitas de paredes de madera y techos de zinc que rodeaban a la de mi abuelo, que era la única de ladrillos y tejas. Todos éramos familias, hijos e hijas de mis abuelos con sus respectivas parejas y con un montón de primos, de todos los tamaños y colores”.
“En ese lugar, no obstante a las mil y una privaciones materiales, pasé mis primeros años. En la ciudad existe un concepto equivocado del campo, se piensa que todos los guajiros viven en la Danza de los Millones. Mis tíos por salarios de miseria tienen que trabajar de sol a sol para otros campesinos dueños de tierra, que sí se embolsan las ganancias. Faltaba y falta lo más elemental: electricidad, agua corriente, asistencia médica cercana. Para ir a la escuela yo tenía que caminar cuatro kilómetros de ida y vuelta por un camino polvoriento.
Todas las noches yo iba a casa de mi abuelo para que después que el oyera su programa de música campesina y el noticiero, me permitiera oír la pelota y un poco de música en su radio de baterías. Ahí comenzó la afición por mis dos grandes pasiones. Comencé a soñar despierto con ser el mejor lanzador del equipo de Pinar del Río, y otras veces en que llegaría a cantar junto con Polo Montañéz.
Los domingos, la familia tenía por tradición reunirse en algo que mi abuelo llamaba pomposamente Guateque. Muchos de los hombres y hasta algunas mujeres, eran buenos repentistas. Mi abuelo, un canario de pura cepa, gozaba a plenitud con las improvisaciones que a veces servían para tirarse aguijonazos entre los miembros de la familia. Yo me deslumbraba por la capacidad con las cuales se encontraba la rima exacta.
Luego que terminé la primaria, fui becado en una secundaria en la zona de Guane. Poco antes de los exámenes finales del tercer año, mi padre, mulato habanero (lo trajo el Servicio Militar General, conoció a la vieja y se quedó catorce años) vino a verme para comunicarme la muerte de su madre y su decisión de regresar a la casa materna en la barriada de Pogolotti. Vendrían por mí terminado el curso.
Lo primero que experimenté en La Habana fue una terrible sensación de asfixia. Mi nueva casa era una antigua bodega remodelada, de paredes húmedas y de una ventilación casi nula, más que aire, solo entraba todo tipo de ruidos provenientes de las casas colindantes. Música, peleas de vecinos, incansables ladridos de perros, y la entrada y salida de los viejos amigos de mi padre. Pero algo en particular me fue envolviendo y atrayendo de una forma que al principio no me podía explicar. Era una rítmica extraña por su formato musical y por el contenido de lo que se planteaba en su letra. No sé por qué la asocié con lo que cantaban mis tíos, sobre todo en la manera de rimar a partir de la improvisación.
‘Eso se llama rap, mira que ustedes los guajiros siempre están atrás’, me explicó El Bolo, un negrito jaranero, que se hizo mi primer y mejor amigo de La Habana, después de la enredada a piñazos que nos dimos como tarjeta de presentación.
A la sombra de El Bolo me fui metiendo en el corazón del barrio, fui demostrándome que las diferencias entre el campo y la ciudad pueden ser sustanciales en las formas de vivir, pero no a la hora de plantearse las necesidades de la plenitud humana. Esto no lo pude entender a esa edad y sí ahora cuando por razones lógicas de estudios, mi capacidad de reflexionar me hace ver la vida, a los hombres, a la sociedad y a las leyes que la rigen, desde otra perspectiva.
El rap fue la plataforma base que mentalmente se fusionó con mis raíces campesinas para canalizar a través del canto mis deseos de contribuir a un mundo mejor, de salirnos de las verdades programadas y reencontrarnos con las auténticas.
Aunque ya no vivo en Pogolotti, lo sigo frecuentando. Allí me marcaron con el alias de El Guaja, del cual me siento orgulloso. Visito a El Bolo, de cuyos hijos soy padrino, y nos reunimos con viejos amigos cerca del parque cercano a la Avenida, para meter buena descarga. Ah, pero que quede bien claro, mi equipo de pelota sigue siendo Pinar del Río”.
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