Una tarde-noche en la Discotemba
3 de agosto de 2015
Para el cubano, incansable alquimista de dicharachos, el neologismo “temba” significa sencillamente: persona vieja. Quizás por ello, en largo tiempo me resistí a la idea de visitar una Discotemba. Concebía tales establecimientos como establos de viejos nostálgicos aferrados a un gusto estético musical, para ellos, inmovible.
No fue hasta hace poco que, a insistencia de dos amigas coetáneas, crucé el umbral de una antigua pizzería de Centro Habana convertida los fines de semanas en un imaginario puente, musicalmente hablando, entre un ayer vestido de primavera y un hoy que se satisface de mantener y amparar sus más preciados recuerdos. Pero a la usanza de un clásico cuento debo exclamar: ¡Oh, sorpresa! Cuando la pupila se adaptó a la penumbra reinante, pude divisar que un buen número de personas con rostros desprovistos de las arrugas de los años, se movía entre los asistentes con el mismo fervor y alegría de los que ya les doblaban la edad.
Una de mis amigas se sintonizó con mi asombro y me dijo a quemarropa: ¿Qué tú pensabas, que te ibas a encontrar con una sucursal de Santovenia? En otra mesa, muy cercana a la nuestra, dos parejas de jóvenes veinteañeros seguían, con una memoria envidiable, letra y música de cualquier canción de grupos españoles pertenecientes a la llamada Década Prodigiosa, o una de las baladas de Los Beatles o de The Rolling Stones, o hacían dueto con el romántico Charles Aznavour.
Eran aguijonazos a la memoria que me transportaban a la época cuando adolescente y junto a mi madre, no me perdía una sola transmisión del programa Nocturno. Una época en que prácticamente estos jóvenes estaban por nacer. Me pregunté cómo podía ser posible que yo haya arrinconado tal legado musical y que muchachos que pudieran ser mis hijos, lo hayan asumido con tanto amor.
En un momento determinado se acercó a nuestra mesa una pareja de jóvenes que seguramente no sobrepasaban los veinte años de edad. “Él es mi hijo Freddy y ella Yisquiney, su novia”, nos presentó una de mis amigas. Después del cruce de saludos, a mí se me antojo una pregunta a los muchachos. Otra “metedura de pata”. ¿Estos son los géneros preferidos por ustedes? Fue Freddy quien respondió: “No tanto así. Digamos que ella y yo nacimos oyendo este tipo música que sí es la preferida por nuestros padres. En mi caso, y en parte el de ella, nos inclinamos mucho más por la onda hip hop. Yo personalmente me siento un rapero convencido, y como dice la vieja, un hijo de mi tiempo”.
¿Rapeas? Volví a preguntar. “Desde los 16 años trato de hacer rap a mi manera. Empecé en el barrio, en la secundaria y en el tecnológico, cuando me lo permitían sin reparos. Me siento bien cuando lo hago frente a un público, pero mucho más cuando lo hago entre amigos y conocidos que siguen mi propia onda de sentirse libres, de sentirse plenos. Lo importante es hacerte oír, sacarte de adentro lo que te lastima y te ensucia, o lo bueno que te limpia y hace vivir”.
¿No te asusta ejecutar un género tan cuestionado por el oficialismo? “En lo absoluto. No tengo nada que temer porque no tengo nada que perder. Este año me gradué en el Tecnológico de Computación. No soy un marginado aunque así me quieran etiquetar. No tengo ningún antecedente penal. No tengo otra ambición artística que no sea la de que me dejen decir cantando la realidad verídica que vivimos los cubanos de a pie, sobre todo, los jóvenes dentro de esta sociedad, que es mi sociedad y no feudo de nadie. Es el oficialismo el que se asusta por lo que hacemos nosotros los raperos”.
¿No te parece que la lírica de estas canciones que estamos escuchando aquí se aleja mucho a la utilizada por los raperos? “Si usted quiere verlo así, puede que esté en lo cierto, pero si recuerda que en cada tiempo se viven circunstancias distintas, comprenderá que no podemos idealizar con la belleza de la palabra, el fanguero que está bajo nuestros pies. Es verdad que algunos raperos abusan del lenguaje grotesco, del abuso de la palabra obscena, de la gestualidad exagerada, pero en el rap, como en cualquier otro género, se puede ver lo bueno, lo regular, lo malo y lo malísimo”.
En ese momento, la persona que fungía como DJ anunció que era tiempo de karaoke, muchos corrieron para alistarse. Yisquiney, quien resultó la primera, interpretó acertadamente “El baúl de los recuerdos” de la italiana Karina. ¡Otra sorpresa!
Aquella noche comencé a creer aún más que la música desmarca diferencias y distancias entre lo joven y lo viejo, y que cada quien es libre de disfrutar a plenitud su género preferido sin menospreciar el ajeno. Que vale la pena desprejuiciarse para romper la barrera generacional que tanto daño hace. Mucho y bueno tengo que agradecerles a Freddy Carmona, “El Compa Fred”, y a su novia Yisquiney, así como a mis dos queridas amigas por aquella inolvidable tarde-noche en la Discotemba.
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3 de agosto de 2015
Para el cubano, incansable alquimista de dicharachos, el neologismo “temba” significa sencillamente: persona vieja. Quizás por ello, en largo tiempo me resistí a la idea de visitar una Discotemba. Concebía tales establecimientos como establos de viejos nostálgicos aferrados a un gusto estético musical, para ellos, inmovible.
No fue hasta hace poco que, a insistencia de dos amigas coetáneas, crucé el umbral de una antigua pizzería de Centro Habana convertida los fines de semanas en un imaginario puente, musicalmente hablando, entre un ayer vestido de primavera y un hoy que se satisface de mantener y amparar sus más preciados recuerdos. Pero a la usanza de un clásico cuento debo exclamar: ¡Oh, sorpresa! Cuando la pupila se adaptó a la penumbra reinante, pude divisar que un buen número de personas con rostros desprovistos de las arrugas de los años, se movía entre los asistentes con el mismo fervor y alegría de los que ya les doblaban la edad.
Una de mis amigas se sintonizó con mi asombro y me dijo a quemarropa: ¿Qué tú pensabas, que te ibas a encontrar con una sucursal de Santovenia? En otra mesa, muy cercana a la nuestra, dos parejas de jóvenes veinteañeros seguían, con una memoria envidiable, letra y música de cualquier canción de grupos españoles pertenecientes a la llamada Década Prodigiosa, o una de las baladas de Los Beatles o de The Rolling Stones, o hacían dueto con el romántico Charles Aznavour.
Eran aguijonazos a la memoria que me transportaban a la época cuando adolescente y junto a mi madre, no me perdía una sola transmisión del programa Nocturno. Una época en que prácticamente estos jóvenes estaban por nacer. Me pregunté cómo podía ser posible que yo haya arrinconado tal legado musical y que muchachos que pudieran ser mis hijos, lo hayan asumido con tanto amor.
En un momento determinado se acercó a nuestra mesa una pareja de jóvenes que seguramente no sobrepasaban los veinte años de edad. “Él es mi hijo Freddy y ella Yisquiney, su novia”, nos presentó una de mis amigas. Después del cruce de saludos, a mí se me antojo una pregunta a los muchachos. Otra “metedura de pata”. ¿Estos son los géneros preferidos por ustedes? Fue Freddy quien respondió: “No tanto así. Digamos que ella y yo nacimos oyendo este tipo música que sí es la preferida por nuestros padres. En mi caso, y en parte el de ella, nos inclinamos mucho más por la onda hip hop. Yo personalmente me siento un rapero convencido, y como dice la vieja, un hijo de mi tiempo”.
¿Rapeas? Volví a preguntar. “Desde los 16 años trato de hacer rap a mi manera. Empecé en el barrio, en la secundaria y en el tecnológico, cuando me lo permitían sin reparos. Me siento bien cuando lo hago frente a un público, pero mucho más cuando lo hago entre amigos y conocidos que siguen mi propia onda de sentirse libres, de sentirse plenos. Lo importante es hacerte oír, sacarte de adentro lo que te lastima y te ensucia, o lo bueno que te limpia y hace vivir”.
¿No te asusta ejecutar un género tan cuestionado por el oficialismo? “En lo absoluto. No tengo nada que temer porque no tengo nada que perder. Este año me gradué en el Tecnológico de Computación. No soy un marginado aunque así me quieran etiquetar. No tengo ningún antecedente penal. No tengo otra ambición artística que no sea la de que me dejen decir cantando la realidad verídica que vivimos los cubanos de a pie, sobre todo, los jóvenes dentro de esta sociedad, que es mi sociedad y no feudo de nadie. Es el oficialismo el que se asusta por lo que hacemos nosotros los raperos”.
¿No te parece que la lírica de estas canciones que estamos escuchando aquí se aleja mucho a la utilizada por los raperos? “Si usted quiere verlo así, puede que esté en lo cierto, pero si recuerda que en cada tiempo se viven circunstancias distintas, comprenderá que no podemos idealizar con la belleza de la palabra, el fanguero que está bajo nuestros pies. Es verdad que algunos raperos abusan del lenguaje grotesco, del abuso de la palabra obscena, de la gestualidad exagerada, pero en el rap, como en cualquier otro género, se puede ver lo bueno, lo regular, lo malo y lo malísimo”.
En ese momento, la persona que fungía como DJ anunció que era tiempo de karaoke, muchos corrieron para alistarse. Yisquiney, quien resultó la primera, interpretó acertadamente “El baúl de los recuerdos” de la italiana Karina. ¡Otra sorpresa!
Aquella noche comencé a creer aún más que la música desmarca diferencias y distancias entre lo joven y lo viejo, y que cada quien es libre de disfrutar a plenitud su género preferido sin menospreciar el ajeno. Que vale la pena desprejuiciarse para romper la barrera generacional que tanto daño hace. Mucho y bueno tengo que agradecerles a Freddy Carmona, “El Compa Fred”, y a su novia Yisquiney, así como a mis dos queridas amigas por aquella inolvidable tarde-noche en la Discotemba.
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