Padre mío que estás en La Tierra



Un Día de los Padres, coincidente en esa ocasión con su cumpleaños, José Ángel Ordoñez recibió el regalo más sorpresivo de su existencia. En plena celebración, su hijo Ángelo estrenó una canción, que compuesta y escrita por él, ensalzaba la imagen del padre querido. Varios años después y frente a esta reportera, Ángelo recuerda el hecho: “Fue un momento hermosamente emotivo. El instante cumbre del sentimiento de admiración y respeto que me inspiraba mi papá”.

Ángelo Ordoñez es un joven de veintiséis años recientemente graduado como ingeniero mecánico, pero que desde muy niño encontró en la música refugio seguro para salvaguardar su espiritualidad y, al mismo tiempo, una vía de escape para darle riendas sueltas a su sensibilidad artística.

Su formato expresivo se enmarca en lo que hoy solemos llamar novísima trova. Ángelo es un cantautor empeñado en que quien le escuche, lo acompañe por un mundo de imágenes líricas que, sin escapar de la presente y cruda realidad, oferta la atenuante de seguir creyendo en la poesía. “Mi propuesta no es escapar de todo lo sucio y feo que pueda existir en nuestro entorno, sino excavar dentro de tanta mierda para encontrar lo esencialmente bello, esa belleza que actualmente parece estar sepultada en eterno reposo”.

Formulamos la pregunta obligada: ¿Cómo haces para que en ti converjan la materialidad de la ingeniería mecánica y la espiritualidad de la poesía? “El hombre en sí es un ser mecánico, toda la naturaleza humana se rige por leyes mecánicas, músculos, nervios, cerebro, pero a diferencia de una máquina propiamente dicha, el hombre posee el don divino del alma. Como para otros pueden ser las religiones, filosofías e interpretaciones de todo tipo, para mí la poesía es la gran ingeniera que logra reparar esa alma frente a avatares a los que, en ocasiones, la realidad nos enfrenta”.

“También influyó que mi padre también es ingeniero mecánico, además de ser un eterno enamorado de la música y la poesía. Al inicio del Periodo Especial, yo apenas tenía cinco o seis años y era el mayor de mis otros dos hermanos, uno de tres y otro recién nacido. No por ello he borrado los recuerdos de aquellos tiempos.

El sueldo de mi padre como jefe de departamento en una planta de enseres mecánicos no cubría las necesidades familiares. Sin dejar su trabajo oficial, hizo de todo. Lo mismo destupía una cocina de gas que arreglaba un colchón de muelles, que echaba andar un refrigerador, que le cambiaba el sistema energético de un carro de gasolina para petróleo, que fabricaba rústicas hornillas eléctricas, que rellenaba encendedores, que afilaba cuchillos y tijeras. Eso sí, siempre tenía veinte minutos para sus hijos. Tampoco lo oí profanar ni quejarse de su suerte.

En el 97 o 98, no recuerdo bien, se le dio la oportunidad de comenzar a trabajar como asesor en una firma mixta cubano-española. Los años más duros quedaron atrás. La economía casera mejoró. Pudo comprar, aunque de uso, uno de aquellos equipos conocidos por ‘tres en uno’, y logró coleccionar parte de la música grabada de Silvio y Pablo, sus cantautores preferidos. Era la música de su generación, que de a poco fue infiltrándose positivamente en mí. Disfrutábamos cantando juntos tanto un ‘Ojalá’ como un ‘Yolanda’. Reíamos de lo lindo haciendo versiones libres de esas o de otras canciones. A mi vista, ya mi padre no era solamente el indiscutible profesional, el hombre abnegado, sino también el amigo, el cómplice en gustos similares, mi héroe.

A los trece años compuse mi primera canción que titulé ‘Padre mío que estás en la Tierra’. En cada cumpleaños y Días de los Padres, lo despertamos con esa canción.

En la CUJAE comencé a codearme con jóvenes que como yo disfrutaban de la onda trovadoresca. Nos convertimos en una cofradía que se reunía entre clases, y los sábados y domingos en un rincón de la Calle G. La comunicación con mi padre seguía igual de fraterna y fluida, pero sin proponérnoslos, comenzaba a tornarse presente cierta divergencia de criterios en cuanto a la situación socio-política del país.

En el último año de carrera, comencé a experimentar una desazón y debilitamiento de las proyecciones que sobre mi persona y mi futuro me había trazado. Llegué hasta cuestionarme si yo era yo, o, simplemente, un clon físico y mental de mi padre. Fue terrible, pero mucho más terrible era saber que tal crisis existencial no podía compartirla con mi mejor amigo, con mi cómplice de siempre.

Una noche me dio la noticia: ‘No tienes por qué preocuparte. Todo está arreglado, harás el servicio social en mi empresa’. Tuve un impulso incontrolable de gritarle que para nada me interesaba su empresa, ni su protección, que meramente quería ser yo, que quería luchar como lo había hecho él, que no solamente quería graduarme de ingeniero, sino también de persona. Señalándome la puerta de la calle, me respondió lacónicamente: ‘Detrás de esa puerta tendrás toda la libertad que desees, búscala y disfrútala’.

Me mudé a la casa de mi novia. Solo sabía del viejo a través de mi madre. Tenía la esperanza que estuviera presente en la discusión de tesis. No fue, tampoco al acto de graduación. El 20 de junio cumpliría sesenta años. Ese día, los egresados de mi curso, entre los que figuraban varios trovadores, organizamos una reunión para celebrar. Ocasión especial para interpretar la canción a mi padre. Cuando la emoción casi me ahoga, sentí a mis espaldas la voz inconfundible del viejo queriéndose acoplar a la mía. Juntos terminamos la canción para fundirnos después en un abrazo interminable. Abrazados aún, me susurró al oído: ‘Las verdades no sirven para abofetear, sino para convencer cuando son verdades genuinas. Tú eres tú, yo soy yo, haz tu vida, ya yo hice la mía’. De seguro que haré mi vida. Seguiré siendo ingeniero y cantautor, seguiré amando la vida como la ama él”.

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