El valor de una amistad



Ahora, a sus veintiún años, Grisel canta y ríe a todo pulmón, pero no siempre fue así. Cuando Griselda Piña Vázquez se sentó por vez primera en un pupitre del pre-escolar, su infantil cuerpo sobrepasaba las cincuenta libras de peso. Concluido el sexto grado, su masa corporal se acercaba ya a las doscientas. La malformación del cuerpo de Grisel fue el resultado de una negligente preocupación familiar en sus primeros años de vida, y la constante violación e inobservancia de un tardío tratamiento médico.

“En la primaria y en la secundaria, yo solo era Griselda para maestros y profesores, para el resto de mis pares era sencillamente ‘la gorda’, en el más amable de los casos, pues tuve que soportar también que me gritaran ‘bola de cebo’, ‘señora manteca’, ‘hipopótamo’ y otras barbaridades que ni quisiera deseo recordar y menos mencionar. En momentos como esos, lo que más deseaba era salir corriendo para refugiarme en mi cuarto, conformar un auditorio con mis muñecas y cantar y cantar hasta el agotamiento. Muchas veces también mis muñecas me vieron llorar.

Hay que vivir ese perenne acoso de burlas y menosprecios a una niña cuya única culpa, si así se le puede llamar, era diferenciarse de los demás por su excesivo peso. La soledad, la impotencia y la poca autoestima fueron mis acompañantes de sufrimiento, el cual solo tenía como antídoto la música y el canto.

En cuarto grado, Rebeca, una niña recién llegada a la escuela del barrio, fue la única personita que se me acercó para ofrecerme algo que yo ignoraba: el valor de una amistad. Nos diferenciábamos física y temperamentalmente. Ella era todo nervio, súper extrovertida y con un carisma que infundía liderazgo, además de poseer dotes extraordinarias para el canto, el baile y la declamación. En poco tiempo se hizo estrella imprescindible en todas las actividades culturales de la escuela. Rebeca se convirtió en mi Arcángel Miguel. Rebatía a capa y espada las burlas dirigidas a mi persona. Por ello fue incluso capaz de irse a las manos con un varón. El acoso mermó un poco, al menos cuando ella estaba cerca de mí. Los contactos de amistad se extendieron hasta nuestras propias casas, pues prácticamente éramos vecinas. En una ocasión, ya estando en sexto grado, le confesé que yo también me sentía muy atraída por el canto, pero que estaba convencida de no poseer ningún talento, que solo recurría a él para evadirme de tanta hostilidad social. Me pidió que le cantara algo. Lo hice. Su respuesta: Mañana te vas conmigo a la Casa de la Cultura de Plaza, ahí yo canto en un coro infantil y estoy segura que tú lo vas hacer también.

Durante tres años, junto con Rebeca formé parte de ese coro. Mi vida adquirió otro sentido. Nos presentábamos en eventos culturales y sociales del municipio. En varias ocasiones fuimos invitados a programas infantiles de la televisión. Mi incomunicación social comenzó a quebrarse y logré relacionarme con más facilidad. Seguí al pie de la letra y con todo rigor, el tratamiento del nutricionista. Ingresé en un gimnasio al cual asistía tres veces por semana. Por primera vez me atreví a montar la bicicleta china de mi madre.

Cuando Rebeca y yo ingresamos en el Preuniversitario del Vedado, mi peso corporal había bajado a las ciento sesenta libras, aun así y por mi estatura, mantenía un sobrepeso. Por rebasar la edad requerida, quedamos fuera del coro infantil. Echando garra al empuje que la caracterizaba, mi amiga se integró como solista a una peña que tenía lugar en la misma Casa de Cultura. No obstante a lo avanzado de mi desenvolvimiento social y los escollos superados, no la pude acompañar en esa aventura. El miedo escénico por un lado, y por el otro el espanto de proyectar un cuerpo amorfo que fuera objeto de burlas, cegaba la idea de presentarme como solista.

En segundo año de Pre y viendo mi renuencia a convertirme en solista, a Rebeca se le ocurrió la idea de crear un cuarteto femenino de música que finalmente quedó integrado con dos condiscípulas más, una en la guitarra y otra en el bongó, yo me haría cargo de las claves y Rebeca sería la cantante principal. Empezamos como un juego, pero con el tiempo logramos montar un repertorio que no discriminaba ningún género. Además de las actividades del plantel, nos presentábamos en peñas y en fiestas quinceañeras. Ninguna de las cuatro teníamos, en lo absoluto, idea de comercializarnos ni de en un momento determinado saltar a la profesionalización. Rebeca y yo apostamos por matricular en la Facultad de Artes y Letras.

Terminado el Pre, yo había perdido quince libras más y ya comenzaba a marcárseme una ligera reducción de cintura. Fue en el verano de hace dos años atrás. El padre de Rebeca, establecido en Ecuador, había obtenido la nacionalidad de ese país luego de un largo y escabroso proceso. El camino quedó abierto para que esposa e hija se reunieran con él. Y así fue.

En el pupitre contiguo al mío en la Facultad de Artes y Letras no estaba sentada Rebeca. Su decisión fue su decisión y se la respeto. Es más, se la celebro, porque le fue leal a sus ansias de libertad y aventuras, de no temerle a lo nuevo que encubra el futuro. Pero sin dudas, también me dejó un sinnúmero de interrogantes, entre ellas la más acuciante: ¿por qué el cubano tiene que emigrar hasta otro país del llamado Tercer Mundo como lo es Ecuador, en busca de las posibilidades de desarrollo individual, para poder disponer de su futuro como mejor le plazca, para sentirse dueño, al menos mentalmente, de sí mismo, para dejar de ser una marioneta de circunstancias, coyunturas y encrucijadas políticas, para que el aprecio al ser humano se acerque más a la verdad que al espejismo de una consigna ideológica?

Esa noche mis muñecas me oyeron cantar y llorar, pero sobre todo, me oyeron prometerme que cantaré y reiré a todo pulmón, y que me desafiaré a mi misma para presentarme como solista tal y como le prometí a Rebeca un día antes de emprender vuelo”.

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