Mi venganza



La Habana. 1989. En un banco del Paseo del Prado, Pedro Oscar Hidalgo-Gato, acompañado de su pequeño hijo y de su inseparable guitarra, aguardaba a que su esposa concluyera su turno de camarera en el hotel Sevilla. De ahí partirían a la celebración del cumpleaños de un amigo. Para menguar la espera, Pedro Oscar comenzó a entonar algunas de sus melodías preferidas. Un rato después, se vio rodeado por un fortuito grupo de turistas. Fue una improvisada audición que apenas llegó a los quince minutos. Eran tiempos, que para la mayoría de los cubanos compartir con extranjeros era herejía ideológica, y en algunos casos delito penal. Motivado por tal pánico social, Pedro Oscar estuchó la guitarra y se excusó para no continuar. Antes de seguir camino, uno de los visitantes se le acercó e introdujo en el bolsillo de su camisa un billete de cinco dólares. Pedro Oscar trató infructuosamente de devolvérselo. Como por obra de magia, dos policías vestidos de civil se le acercaron y uno de ellos le espetó: “Ciudadano, está detenido por acoso a turistas y por tenencia ilegal de divisas extranjeras”.

La Habana. Enero 2016. En su humilde vivienda de un edificio del Malecón habanero, Pedro Oscar hijo recuerda aquel evento. “Lo tengo grabado en mi mente como si hubiese sido ayer. Por mucho que mi padre trató de explicarle, los policías se mostraban más cerrados. Esposado y sujetado por los brazos, emprendimos camino a pie hasta la Unidad de la PNR. Yo me tuve que hacer cargo de la guitarra. Todo aquello parecía una pesadilla de la cual no podía despertar. Pese al trauma, aquel episodio derivó en el inicio de una relación de amor entre aquella guitarra y yo. Un trato irrompible a través de los años, yo la cuidaría a ella y ella a mí. Fuimos testigos de un acto de injusticia del cual juramos vengarnos”.

Pedro Oscar Hidalgo-Gato fue puesto en libertad bajo fianza en espera de juicio. Se le solicitó la pena máxima de tres años, pero finalmente y gracias a un hábil abogado, se le conmutó por un año y un día de prisión domiciliaria. “Pero por esas cosas raras de la vida, lo que fue terrible para mi padre, para mí se convirtió egoístamente en un jubileo. Tenía a mi padre a tiempo completo, gocé de su compañía como nunca antes y sobre todo, se convirtió en mi maestro de guitarra. Hice lo máximo por dominar cuerdas y clavijas, sacarle a aquel cajón toda su acústica, armonía y resonancia posible. Pero el destino volvió hacer de las suyas. Cuatro después de la sentencia, la ligera artrosis que venía sufriendo mi padre se incrementó violentamente, en especial en las articulaciones de las manos. Encima de eso, a mi madre le racionalizaron su plaza de camarera y la enviaron para la casa. Luego de obtener un permiso extra-carcelario para el viejo, no tuvimos más opción que ir a vivir con la familia materna en Matanzas, donde mi padre consiguió trabajo como custodio de un almacén y la vieja en un antiguo hotel a punto de demolerse.

Una mañana de vacaciones mi padre me dijo: vístete, vamos a conocer a Idelfonso Acosta. Yo no tenía la mínima idea de quién era ese señor. Solo después supe que se trataba de uno de los más talentosos guitarristas de este país. Ya en su casa y luego de presentarse, mi padre le dijo de un tirón: Mire, traigo a mi hijo para que usted lo oiga y nos diga si vale la pena que siga estudiando guitarra. Después de oírme, se dirigió a mi padre: Mire señor, en esas manitos hay un artista en potencia, sígalo apoyando.

A fines de 1996, la esclerosis de mi padre se había generalizado. Fue cuando me llamó y me dijo: Mi guitarra ya tiene un solo dueño y eres tú. Métete en ella y sácale toda la música que puedas. No permitas nunca que nadie te impida tocar lo que tú quieras tocar, y a quien o a quienes tú quieras tocarles, que tú libertad y tú música vayan juntas sin temor a nada ni nadie. A fines del 97 mi padre se nos fue. La vieja hizo todo lo posible para matricularme en un preuniversitario especializado en artes, o en un conservatorio, pero ni siquiera me permitieron que me presentara a un examen de prueba.

La natación era mi segunda pasión. Ingresé en un curso de salvavidas. Después de graduado, conseguí trabajo en una piscina para niños. No fue lo que esperaba, pero al menos me daba para ayudar a la vieja. Fue allí que conocí a Elena, una cubana que vivía y trabajaba en Alemania, pero que se encontraba de vacaciones en Cuba en ese entonces. Compartíamos el amor por la música y sobre todo, por la guitarra armónica. Nos enamoramos y nos casamos en el 2000. Luego de dos años de trajín burocrático, me reuní con ella en Berlín. Trabajé en todo lo que no querían trabajar los alemanes, pero por las noches encontraba confort en mi guitarra y en Elena. A partir del tercer mes, Alemania y los alemanes me sabían a mierda y así se lo dije a mi compañera: o regresamos a Cuba los dos, o regreso yo solo. Para mi sorpresa aceptó mi reclamo, arreglamos los papeles y nos largamos para Cuba, pero esta vez para radicarnos en La Habana. Con un exiguo capital mutuo establecimos un pequeño negocio, una especie de café cantante. Ella y otros dos empleados se hacen cargo de la gastronomía y el bar, mientras que yo me encargo de amenizar musicalmente, además de los menesteres de abastecimiento y mantenimiento.

En ocasiones cuando tenemos comensales extranjeros, recuerdo el incidente de 1989 y hay que ver entonces con qué gusto y rabia en mi guitarra –la de mi padre– vibran las notas. Quizá ahora esté envuelto en una visión fantasiosa de libertad, pero me siento en el frenesí que mi padre no pudo vivir. Sea o no fantasía, seguiré luchando por mi libertad creativa y personal. Esa es mi venganza y la de mi guitarra”.

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