De la contracultura, el underground y otros demonios (Final)



En un artículo anterior abundé un poco sobre el surgimiento y significado del término “contracultura”. Sin embargo, en este, me centraré en nuestro entorno nacional. La cuestión es que para muchos este es un tema polémico, las interrogantes que trataré de responder esencialmente son: ¿Existe un movimiento contracultural cubano?, ¿cuáles son sus características y objetivos?

Para empezar, muchos estudiosos coinciden en que la contracultura no se basa solamente en la creación de un modelo artístico distinto u opuesto a los dominantes, el rechazo o la crítica a un determinado régimen político. Las bases fundamentales de un movimiento contracultural proponen una manera diferente de concebir las relaciones de una sociedad, en otras palabras, un nuevo modo de vida. 

Un verdadero punto de giro, sin temor a equivocarme, fueron los ochenta del siglo pasado. Precisamente, en la segunda mitad de la década comenzó, de manera intermitente, una invasión de los espacios públicos por movimientos y actores culturales que en la práctica negaban los fundamentos del sistema. Las artes plásticas que retaban el sistema institucional de la cultura y se lanzaron a tomar las calles; la lucha por la despenalización del rock, música catalogada hasta entonces como imperialista y punta de lanza del diversionismo ideológico; la aparición de trovadores que rompían con la imagen épica de la revolución cubana; hasta el rescate de escritores prohibidos como Virgilio Piñera, son los puntos fundamentales que incitaban el caldo fundacional de la hasta entonces incipiente y apagada contracultura cubana. Todo aquello sucedía bajo total silencio mediático, las verdaderas dimensiones del fenómeno quedaban, junto a los actores fundamentales del proceso, en el anonimato.

La contracultura, en buena medida, se define por la creación de un espacio público al margen de los medios e instituciones establecidos, tarea difícil para aquellos que defendían tal filosofía en nuestro país, donde la institucionalización del espacio público dejaba sin espacio a los movimientos emergentes. Las instituciones culturales y los medios de comunicación torcían la mirada a un lado. Así mismo, las casas de cultura, museos, galerías, talleres literarios y bibliotecas, que se habían fundado con el propósito manifiesto de promover la cultura a todos los niveles, eran utilizadas en la práctica para controlar la producción cultural desde sus niveles más elementales. La solución encontrada por aquellos artistas no fue crear espacios nuevos, sino reconvertir los existentes, así los museos se transformaron una tarde a la semana en sala de conciertos, los cines en sedes de peñas literarias, viejos edificios en teatros de campaña, cine clubes en foros de debate público, el patio de una casa de cultura en el epicentro del movimiento roquero nacional, y más, mucho más, la imaginación y la creatividad no tenía fin.

Ahora, a diferencia de los movimientos contraculturales en otras sociedades, el nuestro, signado por el propio entorno político, por ende, careció de un discurso propio. La reserva adquirida tras arduo aprendizaje totalitario había convencido a este movimiento de que su condición básica de existencia pasaba por no reconocerse. Ejercer el punto de vista personal, reivindicando la libertad de pensar, expresarse, comunicarse y relacionarse de manera diferente a la norma apelando al derecho de disentir de lo establecido, no trascendía al plural, se mantenía a un bajo nivel en los sujetos.

La importancia de las culturas alternativas, o las contraculturas, radican, principalmente, en los efectos que causan en la sociedad. La cultura oficial es hegemónica, se difunde e impone a través de los medios de comunicación de masas, la educación, el arte. Sus valores y prácticas regulan el pensamiento y configuran simbólicamente la identidad del individuo como parte de un conjunto regido por los parámetros culturales dominantes. Muchas de las culturas alternativas actuales son culturas juveniles, que reivindican el derecho de ser y expresarse en sus propios términos. Se trata, en primer lugar, de valorarse como individuo, promover la libertad personal, expresar la disconformidad y actuar libremente contra la presión y la autoridad.

Aunque las formas actuales tienen que ver con nuestro contexto y con los símbolos culturales que manejamos, las motivaciones siguen siendo las mismas. En la Generación Beat, en los 50, Allan Ginsberg en su poema Howl (El aullido) describía su inconformidad con el entorno. En la actualidad, la gran mayoría de los artistas underground de cualquier manifestación del arte critican y denuncian los males de una sociedad lejos de ser perfecta, anónimos, alejados de los medios de comunicación, toman como los pioneros los espacios públicos menos adecuados y los convierten en verdaderas tribunas de arte contemporáneo y libre de prejuicios políticos o morales. La verdadera contracultura es esa, la que se lleva al barrio, la que no se programa en una oficina de alguna institución, la que no se controla o rige. Esa es nuestra contracultura, necesaria y existente.

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